Havel: Una palabra sobre las palabras

Por Václav Havel

Político, escritor y dramaturgo checo. Fue el último presidente de Checoslovaquia y el primer Presidente de la República Checa. Extracto del discurso de aceptación del Premio de la Paz (Feria del Libro de Frankfurt, 1989). Traducido por A. Brain y reimpreso íntegramente en “The New York Review of Books” (1990).

“Ninguna palabra comprende sólo el significado asignado a ella por un diccionario etimológico. Todas las palabras también reflejan a las personas que las pronuncian, la situación en que se pronuncian, y la razón por la que se pronuncian”

señala el ex presidente de la República Checa, durante su reflexión al recibir el Premio de la Paz, otorgado
por la Asociación Alemana de Libreros, en el año 1989, y que en esta edición extractamos en algunas de sus partes.

Havel realiza un profunda reflexión acerca del valor de la palabra, la desconfianza que se ha sabido ganar y refuerza la responsabilidad de todos por y hacia las palabras.

Las palabras son un fenómeno misterioso, ambiguo, ambivalente y pérfido. Pueden ser rayos de luz en un reino
de oscuridad, como Belinsky una vez describió la Tormenta de Ostrovsky. Pueden igualmente ser flechas letales.
Lo peor de todo, en algunos momentos pueden ser unos o las otras. ¡Hasta pueden ser las dos a la vez!

Las palabras de Lenin ¿que fueron? ¿Liberadoras, o, por lo contrario, engañosas, peligrosas, y finalmente
esclavizadoras? Esto todavía causa desacuerdos apasionantes, entre aficionados de la historia del comunismo,
y la controversia parece que va a seguir por un buen rato más. Mi propia impresión de esas palabras es que eran invariablemente delirantes.

¿Y qué hay de las palabras de Marx? ¿Sirvieron para iluminar un plano entero escondido de los mecanismos
sociales, o fueron el germen invisible de todos aquéllos que espantaban a los Gulags del futuro. Yo no sé, lo
más probable es que eran ambos al mismo tiempo…

¿Y qué hay de las palabras de Freud? ¿Revelaban el cosmos secreto del alma humana, o no eran más que la fuente de la ilusión, ahora entumeciendo a la mitad de EE.UU., con la posibilidad de despojarse de sus tormentos y culpas al hacérselas interpretar por un especialista bien pagado?

Pero voy a ir más allá aún y preguntar algo más provocativo aún: ¿Cuál fue la verdadera naturaleza de las palabras de Cristo?¿Fueron el comienzo de una era de salvación y entre los impulsos culturales más poderosos en la historia del mundo, o eran la fuente espiritual de las cruzadas, inquisiciones, la exterminación cultural de los indios
americanos, y, más tarde, la entera expansión de la raza blanca que fue aterrorizada por tantas contradicciones
y tuvo consecuencias tan trágicas, incluyendo el hecho de que la mayoría del mundo humano ha sido consignado a esa maldita categoría conocida como “Tercer Mundo”?

Yo todavía tiendo a pensar que Sus palabras pertenecían a la primera categoría, pero al mismo tiempo no puedo ignorar la montaña de libros que demuestran que, aún en su forma más pura y más temprana, había algo inconcientemente escondido en la Cristiandad que, cuando se combina con miles de otras circunstancias,
incluyendo la permanencia relativa de la naturaleza humana, podría de alguna manera pavimentar espiritualmente
el camino, aún para la clase de horrores que mencioné.

¡Qué destino extraño puede caer sobre ciertas palabras! En un momento de la historia, la gente valiente de
mente liberal puede ser llevada a prisión porque una palabra particular significa algo para ellos, y en otro
momento, la misma clase de gente puede ser llevada a prisión porque esa misma palabra dejó de significar
algo para ellos, porque ha cambiado de ser el símbolo de un mundo mejor a ser el fetiche de un estúpido dictador.

La confianza en las palabras

Ninguna palabra -por lo menos no en el sentido más bien metafórico en que estoy usando la palabra “palabra”
aquí- comprende sólo el significado asignado a ella por un diccionario etimológico. Todas las palabras también
reflejan a las personas que las pronuncian, la situación en que se pronuncian, y la razón por la que se pronuncian. La misma palabra puede, en un momento, irradiar cierta esperanza; en otro, puede emitir rayos letales. La misma palabra puede en un momento ser la piedra fundamental de la paz, mientras que en otro, resuena el fuego de artillería en cada una de sus sílabas.

No puede haber duda de que la desconfianza en las palabras es menos dañina que la confianza total en ellas.
Además, ser cautos con las palabras y de los horrores que podrían estar latentes invisiblemente dentro de ellas ¿no es eso, después de todo, la verdadera vocación de un intelectual?
Recuerdo que André Glucksmann, una vez habló en Praga sobre la necesidad de los intelectuales de emular a
Casandra: escuchar cuidadosamente las palabras del poderoso, para estar vigilantes ante ellas, para anticipar su
peligro, y para proclamar sus deplorables implicancias o el mal que éstas podrían invocar.

El sofocante paño mortuorio de palabras huecas que nos ha asfixiado por tanto tiempo ha cultivado en nosotros tal desconfianza profunda en el mundo de las palabras engañosas, que ahora estamos mejor equipados que nunca antes para ver el mundo humano como realmente es: una comunidad compleja de miles y millones de seres humanos individuales únicos, en los cuales cientos de maravillosas cualidades se mezclan con cientos de defectos y tendencias negativas. Ellos nunca deben aglutinarse en masas homogéneas debajo de un oleaje de clichés huecos y palabras estériles y luego en bloques -como “clases”, “naciones”, o “fuerzas políticas”- ensalzados o denunciadas, queridas u odiadas, difamadas o glorificadas.

La misma palabra puede ser humilde en un momento y arrogante en el próximo. Y una palabra humilde puede
ser transformada fácil e impredeciblemente en una palabra arrogante, mientras que es un proceso difícil y
prolongado transformar una palabra arrogante en una humilde.

No es difícil demostrar que todas las principales amenazas que confrontan el mundo hoy en día -desde la guerra
atómica y el desastre ecológico hasta un colapso catastrófico de la sociedad y la civilización, lo que para mi significa la creciente brecha entre los individuos y las naciones ricas y pobreshan escondido bien profundamente
dentro de ellas una sola causa madre: la imperceptible transformación de lo que fue originalmente un mensaje
humilde en uno arrogante.

Havel: “Ninguna palabra comprende sólo el significado asignado a ella por un diccionario etimológico. Todas las
palabras también reflejan a las personas que las pronuncian, la situación en que se pronuncian, y la razón por la que se pronuncian”.

Arrogantemente, el hombre comenzó a creer que, como pináculo y señor de la creación, el comprendía la  aturaleza
completamente y podía hacer lo que quería con ella.

Arrogantemente, comenzó a pensar que como poseedor de la razón, podía comprender completamente su propia
historia y podía por lo tanto planear una vida de felicidad para todos, y que esto aún le daba el derecho, en
nombre de un futuro ostensiblemente mejor para todos -para el cual él había encontrado la única llave- de barrer del camino a todos los que no estaban a favor de su plan.

Arrogantemente, comenzó a pensar que puesto que era capaz de separar el átomo, era ahora tan perfecto que
ya no había más ningún peligro de rivalidad con armas nucleares, mucho menos de una guerra nuclear.

Una tarea intrínsecamente ética

Habiendo aprendido de todo esto, deberíamos luchar todos juntos contra las palabras arrogantes y mantener bien abiertos los ojos ante cualquier germen insidioso de arrogancia en las palabras que tienen la apariencia de
humildes.

Obviamente esta no es sólo una tarea lingüística. La responsabilidad por y hacia las palabras es una tarea que
es intrínsecamente ética. Como tal, sin embargo, se sitúa detrás del horizonte del mundo visible, en ese reino
donde habita la Palabra que estuvo en el principio y no es la palabra del hombre.